qDjdwC-esWM_1280x720

En el seno de una familia profundamente arraigada en una organización religiosa, Andrea nació predestinada a una vida de fe inquebrantable. Desde su primer aliento, el mundo que la rodeaba estaba definido por los límites de una iglesia que se extendía por generaciones. Su madre, abuela, bisabuela y tatarabuela, todas ellas fieles seguidoras de una doctrina que dictaba cada aspecto de sus vidas.

La joven creció en un ambiente donde la línea entre el hogar y el templo se desdibujaba constantemente. Sus días transcurrían en un vaivén entre la casa y la iglesia, sin espacio para explorar el mundo más allá de esos confines. La organización, con su férreo control, moldeaba no solo su espiritualidad, sino cada faceta de su existencia.

Desde temprana edad, Andrea se vio privada de experiencias que para muchos niños son cotidianas. Las amistades fuera de la congregación estaban vedadas, consideradas como una potencial «contaminación» para su alma pura. Los programas de televisión, la música popular, incluso los inocentes dibujos animados, eran catalogados como «diabólicos» y, por tanto, prohibidos.

La superviviente recuerda con dolor un episodio que marcó su infancia: «Era fanática de Xuxa, tenía pósters en mi habitación. Un día, el pastor dijo que era pecado público y mi madre los rompió todos. Yo lloraba como si me estuvieran arrancando una parte de mí». Este acto, aparentemente trivial para un adulto, representó para la niña una profunda herida emocional y una clara demostración del control que la organización ejercía sobre su vida.

A medida que crecía, las restricciones se intensificaban. Los bailes, los conciertos, las salidas con amigos, todo quedaba fuera de su alcance. En un intento por retener a los jóvenes que comenzaban a cuestionar estas limitaciones, la iglesia organizaba eventos los sábados, una especie de «boliche» santificado donde solo se servían gaseosas y panchos, siempre bajo la atenta mirada de los adultos de la congregación.

Sin embargo, el control asfixiante no pudo evitar que Andrea buscara pequeños resquicios de libertad. En secreto, se escapaba a la casa de su bisabuela para ver «Sailor Moon», un acto de rebeldía que le permitía saborear fragmentos del mundo exterior. «Mi bisabuela me bancaba en todo eso», recuerda con una mezcla de gratitud y nostalgia.

Pero detrás de estas restricciones y controles, se ocultaba una realidad aún más oscura. A los 12 años, Andrea comenzó a sufrir abusos por parte de su padrastro, un miembro respetado de la iglesia. Cuando finalmente encontró el valor para hablar, se enfrentó a un muro de silencio y negación.

«Lo comuniqué al pastor, pero me dijeron que mi madre lo negaba todo», relata con amargura. La organización, en lugar de proteger a la menor y denunciar el delito, optó por encubrir al abusador. Incluso el pastor, que también era su ginecólogo, hizo caso omiso de las evidencias físicas del maltrato.

Este encubrimiento sistemático dejó a la víctima en una situación de desamparo total. Su madre, atrapada entre la lealtad a la iglesia y la protección de su hija, eligió el silencio. «Creo que ella prefirió no ver, porque era complicado. Tenía que dar la cara en la iglesia, mostrar que todo era perfecto», reflexiona Andrea, tratando de entender las acciones de su progenitora.

A los 13 años, agotada por los abusos y maltratos constantes, la joven tomó una decisión que cambiaría el curso de su vida. «Me cansé», dice simplemente, resumiendo años de sufrimiento en dos palabras. Este acto de valentía marcó el inicio de su camino hacia la libertad y la sanación.

La historia de Andrea es un testimonio desgarrador de cómo las organizaciones religiosas cerradas pueden convertirse en cómplices de abusos atroces. Su relato nos recuerda la importancia de estar alerta ante las señales de maltrato y la necesidad de proporcionar espacios seguros donde las víctimas puedan alzar su voz sin temor a represalias.

Hoy, la superviviente comparte su experiencia con la esperanza de que su testimonio ayude a prevenir que otros niños y jóvenes sufran un destino similar. Su valentía al hablar abre una ventana a un mundo oculto, desafiando el silencio que durante tanto tiempo protegió a los abusadores y exponiendo las estructuras que permitieron que tales atrocidades ocurrieran impunemente.

La jornada de Andrea hacia la sanación y la libertad continúa, pero su voz ya no puede ser silenciada. Su historia es un llamado a la acción, un recordatorio de que detrás de las fachadas de perfección de algunas organizaciones religiosas, pueden esconderse realidades oscuras que es nuestro deber como sociedad exponer y combatir.