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En las calles empedradas de Córdoba, Argentina, donde el aroma del café se mezcla con el eco de las campanas de la catedral, creció Grecia, una niña cuya infancia estuvo marcada por la sombra de las iglesias evangélicas. Su historia, un tapiz tejido con hilos de fe ciega y desilusión, comienza mucho antes de que ella pudiera comprender el mundo que la rodeaba.

Con apenas cinco años, Grecia cruzó por primera vez las puertas de un colegio evangélico en el corazón de Córdoba. Sus padres, buscando un ambiente de valores y buenas compañías, la inscribieron en una de las pocas instituciones educativas evangélicas de la ciudad. «Yo no tenía ni conciencia ni nada y ya estaba ahí en ese colegio», recuerda Grecia con una mezcla de nostalgia y amargura en su voz.

La decisión de sus padres no fue casual. Su madre, una maestra con un sueldo modesto, anhelaba encontrar un refugio espiritual y social. «Quiero ser buena persona, quiero vivir con valores, quiero conocer gente que no fume, que no tome», eran los pensamientos que guiaban a la madre de Grecia hacia estas comunidades religiosas. Sin embargo, lo que parecía ser un camino hacia la rectitud y la prosperidad pronto se convertiría en una pesadilla financiera y emocional.

La primera experiencia de la familia con una iglesia evangélica en Córdoba dejó una herida profunda que el tiempo no ha logrado cicatrizar completamente. En un acto de confianza ciega, la madre de Grecia prestó su tarjeta de crédito al pastor de la iglesia «Gloria a Dios». «Uno va, se siente como en una familia y todos cantando», explica Grecia, tratando de racionalizar la decisión de su madre. Pero la promesa de devolución nunca se cumplió.

«Lo único que le cayó del cielo fue un embargo de sueldo», recuerda Grecia con amargura. Para una familia que vivía con lo justo, este golpe financiero fue devastador. «Mi mamá fue maestra, siempre ha trabajado como maestra, cobrando un sueldo básico», explica Grecia, subrayando la injusticia de la situación. El pastor, mientras tanto, «vivía a costa del trabajo de otra persona».

Este incidente no solo afectó las finanzas de la familia, sino que también sacudió los cimientos de su fe. La confianza depositada en quienes se suponía eran guías espirituales se desmoronó, dejando tras de sí un rastro de dolor y desconfianza. «Fue muy doloroso, mi mamá no lo olvida», confiesa Grecia, su voz teñida de una tristeza que parece no haber disminuido con los años.

A pesar de este duro golpe, la familia de Grecia, como tantas otras atrapadas en las redes de estas organizaciones, se aferró a la esperanza de que no todas las iglesias fueran iguales. «No hay que juzgar, no todas las iglesias son iguales», les decían. «No hay que guardar rencor, hay que perdonar». Estas frases, repetidas como mantras, mantenían a la familia atada a un sistema que, una y otra vez, demostraría su capacidad para explotar la buena fe de sus seguidores.

La historia de Grecia es un testimonio desgarrador de cómo estas organizaciones pueden infiltrarse en cada aspecto de la vida de una familia. Desde la educación hasta las finanzas, pasando por las relaciones sociales y la espiritualidad, nada quedaba fuera del alcance de estas iglesias. «Tu vida se rige por ese entorno, toda tu rutina diaria pasa por ir al culto», explica Grecia, describiendo la burbuja asfixiante en la que creció.

A medida que Grecia crecía, los incidentes se acumulaban. Cada nueva decepción era un golpe más a la fe y la confianza de la familia. La madre de Grecia, buscando constantemente una salida de su precaria situación económica, se encontró una vez más en las garras de otra figura religiosa prominente. Carlos Padre, un conocido evangelista de Córdoba, ofreció a la madre de Grecia un trabajo como secretaria en su instituto bíblico. La promesa de un empleo estable en un ambiente «cristiano» parecía ser la respuesta a sus oraciones.

Sin embargo, la realidad resultó ser muy diferente. Después de apenas un mes de trabajo, la madre de Grecia se encontró nuevamente sin salario. El instituto se había declarado en quiebra, dejando a la familia una vez más luchando por sobrevivir. «Esta es otra situación que pasó mi mamá», relata Grecia, su voz cargada de frustración ante la injusticia repetida.

Estos incidentes, lejos de ser aislados, formaban parte de un patrón más amplio de explotación y abuso dentro de ciertas organizaciones evangélicas. La historia de Grecia pone de manifiesto cómo estas instituciones, que se presentan como faros de esperanza y moralidad, pueden convertirse en instrumentos de manipulación y explotación financiera.

A medida que Grecia crecía, su perspectiva sobre estas organizaciones comenzó a cambiar. La niña que una vez cantaba himnos con fervor en los pasillos de su colegio evangélico, ahora miraba con ojos críticos las prácticas y enseñanzas que la rodeaban. «Yo no veo a Cristo en estas organizaciones», afirma Grecia con convicción, marcando una clara línea entre su fe personal y las instituciones que habían dominado su infancia.

La historia de Grecia es un recordatorio poderoso de los peligros que acechan tras la fachada de algunas organizaciones religiosas. Su testimonio sirve como una advertencia para aquellos que, en busca de comunidad y significado espiritual, pueden caer en las garras de quienes explotan la fe para beneficio personal.

Hoy, Grecia habla con la fuerza de alguien que ha sobrevivido a un naufragio espiritual. Su voz se une a un coro creciente de sobrevivientes que están rompiendo el silencio, desafiando el miedo y exponiendo las prácticas abusivas que se esconden tras el velo de la religión. «Estoy sacando valor porque te afecta mucho, es tu identidad», confiesa, reconociendo el coraje que se necesita para enfrentar y compartir estas experiencias dolorosas.

La historia de Grecia no es solo un relato de pérdida y desilusión; es también un testimonio de resiliencia y la búsqueda incansable de la verdad. A través de su valentía al compartir su experiencia, Grecia espera prevenir que otros caigan en las mismas trampas que marcaron su infancia y la de su familia.

Mientras Córdoba sigue siendo el escenario de esta y muchas otras historias similares, la voz de Grecia resuena como un llamado a la acción. Un llamado a la vigilancia, a la crítica constructiva y, sobre todo, a la protección de los más vulnerables frente a aquellos que utilizan la fe como un instrumento de poder y control.

La infancia robada de Grecia es un recordatorio sombrío de que, incluso en los lugares más sagrados, la oscuridad puede acechar. Pero su valentía al contar su historia es una luz que ilumina el camino hacia la verdad y la justicia, ofreciendo esperanza a aquellos que aún luchan por liberarse de las cadenas invisibles de la manipulación religiosa.