La vida de Eva una joven uruguaya, oriunda de Canelones, ha estado marcada desde su nacimiento por la influencia opresiva de la Iglesia de los Mormones. Sus padres fueron captados por la organización religiosa mucho antes de que ella naciera. La madre, una mujer devota y sumisa, había sido criada en un hogar profundamente religioso y asistía a la iglesia evangélica desde niña. Tras conocer al padre, un hombre con un pasado traumático que incluía experiencias de guerra y una infancia difícil, ambos encontraron en la religión mormona una especie de refugio.
Los misioneros mormones llegaron a su puerta con una persuasión carismática y ofrecieron charlas sobre Jesucristo. Después de algunas reuniones, los padres decidieron bautizarse y confirmar su membresía en la iglesia. Sin embargo, desde el inicio, la madre sintió un mal presentimiento, una intuición de que algo oscuro estaba por venir.
Eva y su hermana melliza nacieron y crecieron dentro de esta religión. La vida bajo las estrictas reglas mormonas era asfixiante. Prohibiciones absurdas como no tomar café o té, y la obligación de casarse para evitar el concubinato, eran solo algunas de las restricciones. Además, se les enseñaba a desconfiar del mundo exterior y a mantener todas sus relaciones dentro de la iglesia.
La adolescencia fue especialmente difícil. A los 16 años, aún atrapada en la organización, sufrió abusos por parte de un miembro de la iglesia conocido por sus antecedentes de comportamiento inapropiado. Aunque los líderes de la iglesia estaban al tanto de estos antecedentes, no tomaron medidas para protegerla ni a otras víctimas. La negligencia de la iglesia permitió que el abusador continuara sus atrocidades impunemente .
Este ambiente tóxico y opresivo dejó cicatrices profundas. Desarrolló trastorno disociativo de identidad, anteriormente conocido como trastorno de personalidad múltiple, como resultado del estrés y los traumas sufridos. A través de terapia, ha trabajado arduamente para integrar sus identidades fragmentadas y procesar los dolorosos recuerdos de su infancia.
Recuerda vívidamente una anécdota de cuando tenía alrededor de 12 años. Durante una reunión de la iglesia, dividida por género en el sacerdocio para los hombres y la sociedad de socorro para las mujeres, se sintió completamente anulada. Las mujeres no tenían voz ni liderazgo en la iglesia, una estructura que perpetuaba la desigualdad y el menosprecio hacia ellas.
La familia vivía en un constante estado de tensión. El padre, obsesionado con la religión, provocaba discusiones constantes sobre temas doctrinales, lo que solo aumentaba el estrés en el hogar. Finalmente, a los 17 años, decidió que había tenido suficiente. Con gran valentía, se apartó de la iglesia y comenzó a reconstruir su vida fuera de la sombra de la organización.
Hoy, a los 18 años, comparte su historia con la esperanza de que otros puedan aprender de su experiencia y evitar el dolor que ella y su familia soportaron. Su testimonio es un llamado a la conciencia sobre los peligros de las organizaciones coercitivas y la importancia de la visibilización de esta problemática.