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Leo, un joven de apenas 15 años, se encontraba en una encrucijada. Acosado por problemas familiares y lidiando con su orientación sexual en un entorno hostil, buscaba desesperadamente una salida. Fue entonces cuando una amiga le habló de una organización que prometía ayuda y salvación. Sin imaginar el infierno que le esperaba, Leo dio el paso que cambiaría su vida para siempre.

El adolescente, vulnerable y solitario, ingresó al Ministerio Internacional Rey de Gloria, una organización que se presentaba como un refugio para almas perdidas. Desde el primer momento, Leo fue recibido con abrazos y sonrisas, un bombardeo de afecto que contrastaba dramáticamente con la fría realidad de su hogar. «Era como entrar a una nueva familia», recuerda con amargura.

La captación fue rápida y efectiva. En la puerta misma, tomaron sus datos personales, iniciando un proceso de «consolidación» que no era más que un estudio detallado de su perfil como potencial víctima. Leo, sin saberlo, estaba entregando las llaves de su mente y su corazón a quienes pronto se convertirían en sus torturadores.

Los problemas en casa eran profundos. Sus padres, separados desde su infancia, lo habían hecho rebotar entre ambos hogares, dejándolo con una sensación de desarraigo y abandono. Además, a los 14 años había iniciado una relación con un hombre 11 años mayor, una situación que hoy reconoce como abusiva. «No me dejaba ir al baño solo», confiesa, revelando el control obsesivo al que estaba sometido.

En medio de este caos emocional, la organización se presentó como un faro de esperanza. Sin embargo, pronto quedó claro que su verdadero objetivo era «curar» lo que consideraban una enfermedad: la homosexualidad de Leo. A pesar de que el joven tenía clara su orientación sexual desde hacía años, los líderes del grupo comenzaron a sembrar dudas en su mente, utilizando técnicas de manipulación psicológica.

Las sesiones de «terapia» eran en realidad sesiones de tortura psicológica. Le repetían incesantemente que su atracción hacia otros hombres era antinatural, un pecado que debía ser erradicado. «Me hicieron dudar de todo lo que yo era», recuerda con dolor. La presión era constante, y el miedo a decepcionar a esta nueva «familia» lo mantenía atrapado en un ciclo de autodesprecio y culpa.

A medida que pasaban los meses, las técnicas se volvieron más agresivas. Leo fue sometido a exorcismos, largas sesiones de oración y ayuno forzado. Le decían que debía «expulsar al demonio» de la homosexualidad de su cuerpo. En ocasiones, estas sesiones duraban horas, dejándolo física y emocionalmente exhausto.

El joven, desesperado por encajar y ser aceptado, se esforzaba por cambiar. Intentaba reprimir sus sentimientos naturales, forzándose a sentir atracción por mujeres. Pero cada intento fallido solo aumentaba su sensación de fracaso y vergüenza. «Me sentía como un monstruo», confiesa, recordando las noches en que lloraba hasta quedarse dormido, rogando a un dios que parecía haberlo abandonado.

La situación llegó a un punto crítico cuando, en un intento desesperado por «curarlo», los líderes de la organización sugirieron terapias de electroshock. Fue en ese momento que Leo, aterrorizado ante la perspectiva de más dolor, comenzó a plantearse la posibilidad de escapar.

El proceso de liberación fue gradual y doloroso. Con la ayuda de algunos amigos externos a la organización, comenzó a cuestionar las enseñanzas que le habían inculcado. Lentamente, recuperó la confianza en sí mismo y en su identidad. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. Años de manipulación y abuso habían dejado cicatrices profundas en su psique.

Hoy, el superviviente lucha por crear conciencia sobre los peligros de las llamadas «terapias de conversión». Su testimonio es un grito de alerta para otros jóvenes LGBTQ+ que puedan estar enfrentando situaciones similares. «Nadie merece pasar por lo que yo pasé», afirma con convicción. «Ser quien eres no es una enfermedad, y nadie tiene el derecho de intentar cambiarte».

La historia de Leo es un recordatorio doloroso de cómo la intolerancia y el fanatismo pueden destruir vidas jóvenes. También es un testimonio de resiliencia y esperanza. A pesar del trauma vivido, ha encontrado la fuerza para alzar su voz y luchar por un mundo más inclusivo y comprensivo.

Mientras la sociedad avanza lentamente hacia una mayor aceptación de la diversidad sexual, casos como el de este joven nos recuerdan que aún queda mucho camino por recorrer. La lucha contra la discriminación y el abuso en nombre de la religión o la moral sigue siendo una tarea urgente y necesaria. Solo así podremos asegurar que ningún otro joven tenga que sufrir el calvario que Leo enfrentó en su búsqueda de aceptación y amor.